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Su amada esposa

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La casa de Miguel Caballero es una de las mejores de Bubierca. Es espaciosa y se encuentra en plena plaza de la iglesia de San Miguel, frente a la casa de Pedro Montero, el de la Susana, y la casa de Joan Martínez Arroyuela. En la puerta le espera Gerónimo de Castejón, presbítero del capítulo de la iglesia de San Miguel de Bubierca y cuñado de Miguel Caballero.

– Pasa Antonio, mi hermana te espera adentro. ¿Has traído papel, pluma y tinta?

Por supuesto que Antonio Guajardo porta sus utensilios de trabajo. Desde que corrió la voz por el pueblo del fallecimiento de Miguel Caballero sabía que le llamarían para levantar acta del deceso.

Presbítero y notario recorrieron el patio interior de la casa y entraron en el segundo aposento a mano izquierda. Allí se encontraba Esperanza Castejón junto a la cama en la que yacía el cadáver amortajado de Miguel Caballero, del que solo se veía su totalmente pálida cara. En la estancia, un poco más apartados, Antonio reconoció a Joseph Jus de Ateca, notario, y Domingo Molina, labrador.

Se han dado prisa en buscar dos testigos, se ve que quieren pasar rápido a lo que realmente les interesa, pensó Antonio. También le quedó claro que si le requerían a él para levantar acta del fallecimiento en lugar de pedírselo a Joseph Jus, allí presente, era porque esposa y cuñado del finado sabían de lo que portaba junto a sus folios en blanco. Así que, tras dar el pésame a la viuda, procedió a redactar el acta. “En el día de hoy, 12 de diciembre de 1622 …”

Concluida la redacción del acta de defunción Antonio pidió a los testigos que corroborasen el fallecimiento y firmasen al pie del folio.

Con mucha delicadeza y un compungido tono de voz que mostraba su congoja, Esperanza despidió a los testigos, no sin antes depositar en sus manos algo que ella sacó de su faltriquera y que Antonio interpretó como algunas monedas. Una vez a solas con Antonio y su hermano Gerónimo, Esperanza hizo el comentario que el notario estaba esperando.

– Ha llegado a mis oídos que mi marido hizo testamento secreto y se lo entregó a usted.

Asintió Antonio con un movimiento vertical de su cabeza mientras sacaba de entre sus folios dos sobres que a simple vista se notaba que estaban cosidos y lacrados con varios sellos de cera.

– Como Doña Esperanza puede comprobar, traigo conmigo dos documentos que Don Miguel me hizo llegar. El primero me lo entregó en mano el pasado 2 de julio. El segundo me lo trajo ayer uno de sus criados.

– Supongo que se trata del testamento de mi cuñado, repuso el clérigo. Lo que no comprendo es por qué son dos documentos.

– Son dos porque el segundo es un codicilo.

– ¿Qué es un codicilo?, preguntó Esperanza.

El presbítero, adelantándose al notario, explicó a su hermana que un codicilo es un documento por el que se modifica o añade algo a un testamento ya existente.

– En ese caso, pasemos ala sala del fondo y abra usted, si no tiene inconveniente, esos papeles.

Antonio se disponía a decir que sin la presencia de dos testigos no podría iniciar la apertura y lectura de testamento y codicilo, cuando, al entrar en la sala, se topó con las siluetas de dos personas embutidas en sus sotanas. Buena prisa tiene la viuda por saber qué le deja el muerto, pensó para sí Antonio. No le cupo duda de que sospechaba que algo raro iba a aparecer en las últimas voluntades de Miguel Caballero. No le bastaba con su hermano clérigo sino que se hizo acompañar por lo más granado del capítulo eclesiástico. Mosén Diego Asensio, a sus sesenta años largos de edad, era un viejo zorro que se las sabía todas. Mosén antonio del Villar, más joven, de unos cincuenta y tres años, era ya lugarteniente de vicario y firme candidato a ocupar en breve la vicaría.

No tardaron en estar los cinco en torno a la mesa que ocupaba el centro de la sala.

– En primer lugar necesito que usted, Doña Esperanza, y los dos testigos me certifiquen que los documentos están sin violar, con sus sellos intactos.

Todos ellos lo confirmaron, la viuda la primera, apremiando a los otros dos para que no demoraran en hacer lo mismo.

Procedió entonces el notario a abrir el testamento y comenzó su lectura. En sus primeras líneas respondía a la práctica habitual de encomendar el alma a Dios y aclarar el estado de salud y la capacidad cognitiva del testador. En este caso Miguel Caballero decía estar sano y de buen juicio. Tras la rápida lectura en voz alta de esos primeros párrafos protocolarios, Antonio prosiguió leyendo de forma más pausada, como dejando tiempo a los asistentes para asimilar cada frase.

– Don Miguel dejó dicho que su cuerpo sea enterrado dentro de la iglesia parroquial del Señor San Miguel del lugar de Bubierca hacia el altar de la capilla del Señor San José de dicha iglesia y quiere ser enterrado en una caja de madera.

– Así será, replicaron a coro los tres clérigos convencidos de que alguien tan rico como Miguel Caballero no habría olvidado dejar buenas limosnas a la iglesia en los siguientes párrafos de su testamento. Solo los más adinerados podían permitirse ser sepultados dentro de la iglesia, no sin antes dejar un buen óbolo a la docena de curas que constituían el capítulo eclesiástico de la parroquia de San Miguel. Los pobres eran enterrados detrás de la iglesia, en pleno barranco de San Miguel.

– Pide que entre su casa y la iglesia donde será enterrado se le hagan tres responsos y a los sacerdotes que asistan a ellos se les de un real y sendos ofrideros.

Si Antonio hubiera levantadosu vista en ese momento se habría percatado de la sonrisa que se escapaba de los labios de los tres curas.

– Pide que se le haga una misa de réquiem con todo el capítulo y que se haga una ofrenda de una media de trigo y a cada uno de los presbíteros se les de tres sueldos por misa a la que asistan.

Los presbíteros ya no conseguían ocultar su gozo; no solo sus sonrisas les delataban, sus ojos brillaban de una forma especial. Mientras, la viuda se preguntaba si su marido no era demasiado generoso con ellos.

– Pide que para la redención de su alma se celebren ciento cincuenta misas y da limosna para ello. Quiere asimismo que cada viernes después de su defunción, por periodo de un año, se le haga una misa rezada de pasión con un responso sobre su sepultura en la iglesia y deja la limosna necesaria para ello.

Esperanza intentaba en vano calcular mentalmente cuánto dinero iba a costar semejante cantidad de misas. Solo acertaba a concluir que era una cifra descomunal. ¿Qué remordía tanto a su marido para ordenar tanta ceremonia? Por un momento pensó que Miguel intentaba congraciarse con el Señor por no haber traído descendencia al mundo. ¿La culparía a ella? Bien sabe Dios que siempre se entregó a Miguel en cuerpo y alma para tener hijos, pero el señor no quiso dárnoslos, pensó.

– Don Miguel manda que se cree un aniversario perpetuo en la capilla de San Miguel de la iglesia parroquial, para su ánima y la de su esposa Esperanza Castejón.

Al fin me menciona, se dijo ella, aunque poco o nada me ha de aportar ese aniversario sino más gasto.

– El finado da una libra de aceite a las lámparas de San Roque, San Sebastián y San Antón, y tres libras a la de San José. También una libra a las de las ermitas restantes.

Ajena a los gestos de satisfacción de los que vestían sotana, Esperanza seguía asombrándose con la excesiva generosidad de su marido. Antonio dio una rápida ojeada a los presentes para cerciorarse de que hasta el momento seguían su lectura y prosiguió.

– Dona a la Archicofradía de la Minerva de Bubierca cien sueldos jaqueses para un palio. Y como es cofrade de los veinticuatro de dicha cofradía y tiene la potestad de nombrar otro en su lugar, nombra a Mosén Gerónimo de Castejón, su cuñado, y si no estuviera vivo, a Joan de Castejón, hermano de aquel, para que herede dicha cofradía.

A Gerónimo se le escapó un qué gran hombre y pidió disculpas a continuación por haber interrumpido la lectura del notario.

– Deja herederos a sus hermanos Mosén Sebastián Caballero, Pedro Caballero e Inés caballero.

Esperanza miraba con asombro a su hermano buscando una explicación. Este le hizo un gesto con la cabeza con el que parecía pedirle que tuviera paciencia, que aún no había concluido la lectura de lo dejado por su marido.

– Quiere que cuando muera se haga inventario de todos los bienes que tiene pues se van a utilizar para beneficio de la gente de Bubierca, excepto las alhajas y ajuares, que se las deja a su amada esposa Esperanza Castejón.

Aquí empezaba lo bueno, pensó Antonio. Esperanza se retorcía en su silla. ¿Qué quería decir con eso de para bien de la gente de Bubierca? Mucho decir amada esposa, pero le despojaba de las tierras y la casa.

– Deja dicho que el Vicario de la iglesia y los jurados y procurador del Concejo de Bubierca vendan al mejor postor todos sus bienes y que con ellos creen censales con cuyas pensiones se vaya pagando todo aquello que deja estipulado en las cláusulas siguientes.

Nadie movió un solo músculo de su cuerpo. Ni siquiera un parpadeo. Lo inusual de esa donación al pueblo los tenía paralizados.

– Quiere que esas rentas se utilicen el primer año para reedificar de nuevo hacer el hospital de lugar de Bubierca, o, para recoger en aquel a los pobres enfermos de dicho lugar y darles lo necesario o, en casar una moza o dos mozas pobres naturales del dicho lugar de Bubierca.

Era común que la gente adinerada ayudase a mejorar el hospital, entendiendo como tal la casa de acogida a los viajeros o peregrinos que no podían pagarse un alojamiento, función que con el paso del tiempo fue transformándose en lugar donde cuidar a los enfermos sin medios. Más frecuente todavía era aportar algo de dinero a la dote de alguna moza pobre casadera, sobre todo si se trataba de alguna criada. Pero sufragar la totalidad de dos dotes o de la entera reconstrucción del hospital era algo nunca visto. Además, si eso quería que se hiciera el primer año con las rentas, ¿qué ordenaba para los años siguientes? No tardarían en saberlo. El insoportable silencio en que había quedado sumida la sala incitó al notario a proseguir la lectura.

– El segundo año las pensiones se deben entregar a Pedro Caballero, su hermano, y a Joan Lázaro, su sobrino, hijo de Catalina Caballero, habitante en el lugar de Muévalos por iguales partes. Si alguno de ellos muriese y sus descendientes fallecieran sin descendencia, debería darse tres cuartas partes de la suma total a los descendientes vivos y la cuarta parte restante dedicarse a los mismos fines que en el otro año alterno, o sea, al beneficio del pueblo de Bubierca.

El silencio seguía siendo abrumador. Los curas evitaban mirar a Esperanza. Ésta, absorta en sus pensamientos, no se habría percatado de ello; solo pensaba en la ingratitud de su marido hacia ella. Ajuar y alhajas, solo eso. Prefería dejar su herencia a su sobrino antes que a su esposa.

Concluyó el testamento con la fórmula habitual. Lógicamente, sin testigos.

– ¿Prosigo con la apertura del codicilo o prefieren aguardar por algún momento?

– Abralo ya a ver si mi marido se arrepintió de algo, dijo Esperanza perdiendo la compostura por primera vez.

El notario, ya deseoso de salir de allí, se apresuró a abrir el codicilo procediendo a leer rápidamente las primeras frases protocolarias y pasando al grano de su contenido. En esta ocasión leyendo atropelladamente, juntando un párrafo tras otro sin dejar pausa alguna entre ellos.

– Dice que está enfermo. Añade a su testamento en primer lugar que se cree un aniversario perpetuo de capilla por las ánimas del purgatorio. Añade que las dos primeras pensiones de los bienes de su herencia se las den a Isabel de Molina y María Molina, doncellas hermanas del licenciado Antonio Molina, habitantes en Bubierca. Dice que recientemente ha comprado junto a su esposa una “muy buena” heredad llamada El Palomar sita cerca de Fuengernaldo y que no sería justo que la mitad de la venta de ese palomar no se diese a su esposa y se quedase ella sin la heredad, por lo que entrega su mitad a su esposa para que se quede con ella. Eso es todo.

Con el pequeño consuelo de quedarse con la heredad de Santa Catalina, Esperanza recobró algo de color en sus mejillas. Los clérigos, muy satisfechos con lo que acababan de escuchar, hicieron ademán de excusarse y salir de la sala. Los detuvo el notario.

– No se ausenten todavía, señores. Mosén Diego y mosén Antonio tendrán que firmar como testigos cuando termine de redactar el acta de apertura y lectura de testamento y codicilo.

– Eso, eso, firmen y después vayan a velar el cuerpo de mi marido, que yo voy a recostarme un rato a ver si se me pasa el disgusto.

Nadie añadió una sola palabra. Antonio Guajardo concluyó la redacción, los curas firmaron y todos salieron de la estancia. Los tres presbíteros regresaron al cuarto en el que yacía el cadáver de Miguel Caballero. El notario abandonó la casa tan deseoso de contar a sus allegados el episodio que acababa de vivir que ni siquiera se dio cuenta de que no había cobrado sus emolumentos. En pocas horas lo ocurrido ya iba de boca en boca por todo el pueblo.

Fuentes:

– Actas notariales del año 1622 del notario real de Bubierca, Antonio Guajardo. Biblioteca de las Cortes de Aragón. Palacio de la Aljafería. Zaragoza.

© Rodolfo Lacal Pérez

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