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Ser jurado tenía esas cosas
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- Rodolfo Lacal
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Está claro que ostentar un cargo de Jurado, Regidor o Procurador de concejo en una de las aldeas de la Comunidad de Calatayud era un orgullo para quienes eran designados. De acuerdo a las Ordinaciones (Reglamentos), cada año los jurados y procurador de Concejo, equivalente a lo que vendrían a ser actualmente concejales, eran renovados entre los habitantes de la aldea que estaban capacitados para tales cargos. No podían optar a ellos todos aquellos que por su condición de nobles, caballeros, escuderos o soldados no contribuían a las arcas del Concejo.
En el caso de Bubierca, esos cargos se renovaban para el día de San Miguel de cada año, esto es, para el 29 de septiembre. Los nuevos jurados y procuradores eran elegidos en votación en la asamblea anual a la que podían acudir los vecinos elegibles... que no eran otros que aquellos que pagaban impuestos; dicho de otra manera, todos los vecinos del pueblo excepto los presbíteros y los hidalgos.
Como decía más arriba, ostentar esos cargos era motivo de orgullo para los designados. Empero, había algunos momentos en los que, por el contrario, el cargo les daba muchos quebraderos de cabeza. Ese fue el caso de la tarde del día 19 de marzo del año 1597 cuando alguien golpeaba el picaporte de la casa de Joan Jus del Hortal de una forma que transmitía inequívoca urgencia. Joan descendió a toda prisa la angosta y ya casi oscura escalera, dada la hora que era. Al llegar a la puerta, temeroso de qué le esperaba del otro lado, preguntó quién le llamaba de esa forma. Reconoció de inmediato la voz de Pedro Martinez, corredor del pueblo, quien casi sin aliento le imploraba que abriese la puerta.
– Ha llegado al pueblo alguien muy importante de la Santa Inquisición con mucha prisa.
A Joan le corrió un sudor frío por la espalda cuando Pedro añadió que reclamaba su presencia urgentemente.
Escuchar el nombre de la Santa Inquisición y la urgencia con la que se le requería le bloqueó de tal manera que ni siquiera preguntó a Pedro si sabía de qué se trataba. Solo acertó a preguntar si debería llevar consigo su candil por si se hacía de noche.
– No sé a qué ha venido, pero está acompañado por otros muchos, le dijo Pedro sin esperar a que Joan ordenase sus ideas y lo preguntase. Y lleve consigo el candil porque me parece que la cosa le va a entretener por un buen rato.
Joan mintió a su esposa para no preocuparla. Le dijo que le necesitaban en el mesón para poner paz en una de esas habituales discusiones entre labradores borrachos sobre lindes de viñas. Salió a toda prisa con Pedro Martinez. Mientras recorría apresuradamente la calle Bajera fue repasando los hechos de las últimas semanas que pudiesen haber generado alguna queja a la Inquisición sobre su persona. No recordaba nada por lo que se le pudiera incriminar, que él supiera.
Todavía se puso más nervioso cuando vio la cantidad de caballos que se encontraban en la desierta plaza a las puertas de la casa del Concejo. Los vecinos se olían algo raro; era mejor no salir de sus casas. Incluso el corredor se excusó con palabras poco claras para irse a la suya. Entró Joan cabizbajo, como si se esperase ser recibido con una colleja. Saludó tímidamente con un movimiento de cejas a Joan Jus de Ateca, el otro jurado del Concejo, curiosamente de igual nombre y apellido, quien ya se encontraba allí con cara menos preocupada. Casi sin levantar la vista, escuchó temeroso cómo le presentaban al ilustre visitante. Se trataba de Alonso de Herrera, alguacil del Santo Oficio de la Inquisición. Para su alivio, el folio que el notario Martín de Lezuan acababa de escribir explicaba con meridiana claridad el asunto. El alguacil viajaba con varios presos que trasladaba a Zaragoza para ser juzgados. Como oscurecía ya al llegar a la aldea de Bubierca, llamó a los jurados, en calidad de Jueces Ordinarios con el objeto de dejar en depósito a los presos para que los custodiasen durante aquella noche. Al día siguiente por la mañana debían entregárselos para continuar viaje. Y así fue como los dos Joan Jus, el del Ortal y el de Ateca, se hicieron cargo por una noche de los desdichados Diego de Ucedo, Pedro Romero de Latorre y Anthonio de Moedlas, no quedándoles más remedio que pasar la noche en vela mientras los custodiaban en la cárcel del pueblo en el barrio del hospital.
Con el amanecer y la entrega de los presos al inquisidor, ya viéndolo abandonar el pueblo camino de Zaragoza, ambos jurados pudieron respirar aliviados de nuevo.
Fuente: Protocolos Notariales del año 1597 del notario real de Bubierca Martín de Lezuan. Biblioteca de las Cortes de Aragón. Palacio de la Aljafería. Zaragoza.
© Rodolfo Lacal Pérez
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